jueves, 6 de septiembre de 2012

La Curiosidad Mató al Gato II: Dulce Veneno



¿Quién no ha pasado algún susto por curioso? ¿Quién no ha metido los dedos a un enchufe, puesto una batería en su lengua, apretado un trozo de aluminio con las muelas (eso sólo funciona cuando tienes de esas feas amalgamas negras), intentado quemar objetos o desarmado el nuevo juguete electrónico del hogar (¡que terrible cuando lo armas de nuevo y no funciona!)? Todos hicimos alguna de estas cosas cuando niños, o no tan niños. Siempre nos ganaba la curiosidad, aunque nos dijeran que nos haría daño, que era peligroso, o cuando nos ordenaban que no desarmáramos el caro juguete nuevo (más de una vida corrió peligro al ser descubiertos).


Esta curiosidad infantil que lleva a los niños a explorar su entorno puede mantenerse en los adultos y llevar a descubrimientos que pueden cambiar el mundo, grandes descubrimientos científicos. Pero al igual que en la niñez, la curiosidad también puede ir acompañada de peligros, algunas veces conocidos por los investigadores y otras veces no. En la historia de la ciencia existen casos en los cuales los científicos no han salido ilesos de sus estudios, ya sea por desconocimiento, por imprudencia o simplemente por un accidente. A continuación, conoceremos algunos de ellos.

Carl Wilhelm Scheele
Carl Wilhelm Scheele fue un químico alemán-sueco que vivió en el siglo XVIII. A él se le atribuye el descubrimiento del oxígeno -aunque Joseph Priestley lo publicó primero-, además de un sinnúmero de otros elementos y compuestos, como el bario, el manganeso, el molibdeno, el tungsteno, el ácido cítrico, el ácido láctico, el glicerol y el ácido cianídrico. En sus experimentos, Scheele no se conformaba con calentar, enfriar o filtrar, sino que olía y probaba todos los compuestos con los que trabajaba, para poder hacer una descripción completa de sus características. En ese tiempo, ya se sabía que algunas sustancias eran nocivas para la salud, o incluso letales. Sin embargo, a Scheele parecía importarle poco y continuaba con sus indagaciones con escaso o ningún cuidado. Finalmente, su imprudencia le pasó la cuenta. Se cree que la exposición constante a metales pesados como el plomo y el mercurio le produjo un envenenamiento crónico y fue la principal razón que lo llevó a una muerte joven, a los 43 años de edad.

Pero Scheele no fue el único. Unos años más tarde, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, el químico británico Humphry Davy también pasaba por experiencias similares. Descubridor del sodio, el potasio y el calcio, dio además su nombre al cloro, previamente descrito, pero no identificado, por Scheele. Su investigación comenzó con el estudio de los gases, los cuales solía inhalar sin mayores cuidados. Fue en esa época cuando Davy, junto a otros científicos, realizaban tertulias en las cuales se reunían a inhalar óxido nitroso, también conocido como gas de la risa. Esta práctica, en un comienzo realizada para probar sus efectos sobre la resaca alcohólica, llevó a Davy a la adicción a este gas. Aún así, los experimentos parecieron dar resultado, y según consta en las anotaciones de Davy, los dolores de la resaca se aminoraban con el óxido nitroso. Sin embargo, parece ser que la idea de su utilización como un anestésico ni siquiera pasó por su mente, ya que fue usado con este fin por primera vez 15 años después de su muerte. Pero el óxido nitroso no era nada al lado de otros gases que Davy inhaló. En su laboratorio, mientras hacía experimentos con óxido nítrico, lo aspiró como era su costumbre. Gran error. Dentro de su boca el óxido nítrico formó ácido nítrico, produciéndole un gran daño en las mucosas y mucho dolor, el que tardó horas en pasar. Pero lejos de escarmentar, Davy continuó con sus experimentos peligrosos. En un estudio con tricloruro de nitrógeno, sufrió un accidente que le quitó parte de su vista. Debido a que ya no podía realizar observaciones como antes, contrató a un ayudante, llamado Michael Faraday.

Davy y Faraday. Camblery (1932)
Michael Faraday comenzó como asistente de Davy, realizando principalmente estudios con el recién descubierto cloro. A pesar de haber recibido poca educación formal, tardó poco en iniciar sus propios experimentos. Sus aportes a la ciencia fueron fundamentales, en especial en el campo del electromagnetismo y la electroquímica. De hecho, muchos conceptos utilizados actualmente, como campo magnético, inducción electromagnética, diamagnetismo, ánodo, cátodo, ión y electrodo fueron popularizados por él. Pero tanta fama tiene un precio. En sus últimos 30 años de vida, Faraday sufrió de problemas de salud que se fueron incrementando y perjudicando su quehacer diario. Los médicos le diagnosticaron neurastenia y arteriosclerosis, debido a su fatiga constante, irritabilidad, dolores de cabeza, vértigo y progresiva pérdida de memoria. Estos síntomas, con los que Faraday convivió tantos años y que lo deterioraron poco a poco, coinciden con los síntomas de una intoxicación crónica por mercurio. De esta manera, y al igual que muchos químicos de su época, es posible que Faraday también haya sido una víctima de su ciencia.

A fines del siglo XIX y comienzos del XX, una serie de trabajos realizados en el campo de la radiación ionizante (emisión de ondas o partículas de alta energía capaces de ionizar átomos) causó muchas víctimas, tanto investigadores como usuarios de fuentes de radiación que en aquella época no sabían de sus peligros. En el momento de su descubrimiento, estos fenómenos causaron gran revuelo debido a los nuevos campos de la ciencia y la medicina que abrían sus puertas y las utilidades que ellos tenían. Lamentablemente, sólo el tiempo transcurrido estudiando y utilizando estos nuevos descubrimientos demostraron que la radiación no era inocua. En la actualidad, sabemos que la radiación ionizante genera daño en el ADN, que al no ser reparado eficientemente por la maquinaria celular, se acumula y extiende. 

Clarence Madison Dally, Elizabeth Fleischman Ascheim y Eugene Wilson CaIdwell, mártires de la radiología.
En 1895, Wilhelm Röntgen describió un nuevo tipo de radiación, a la que llamó rayos X. En un comienzo, este nuevo descubrimiento fue una revolución para la medicina, ya que permitía observar el esqueleto de una persona viva, haciendo pasar los rayos X a través de ella. Cada vez más y más médicos fueron adquiriendo la tecnología para poder realizar exámenes con rayos X a sus pacientes, tanto en Europa como en Estados Unidos. Todo parecía perfecto hasta que sucesos fuera de lo normal comenzaron a ser notados con mayor frecuencia. Los pacientes sometidos a estos exámenes no solían presentar problemas, pero los médicos, enfermeras e investigadores, que estaban expuestos a la radiación de manera constante, empezaron a mostrar los primeros síntomas. Quemaduras y úlceras, especialmente en las manos, que no sanaban jamás; caída del cabello; destrucción de las glándulas de la piel que llevaban a que esta se volviera seca y quebradiza; desarrollo de nódulos, carcinoma y posterior metástasis. Sin contar el insoportable dolor, éstas fueron las consecuencias de la exposición constante a los rayos X de los llamados mártires de la radiología. Muchos de ellos tuvieron que ser sometidos a injertos de piel que de poco y nada servían, amputaciones de sus brazos y cirugías de extracción de nódulos. La mayoría murió muy joven y sin presentar mejoras definitivas a sus males. Parece increíble que a pesar de ser notados al poco tiempo de comenzar a usar los rayos X, los síntomas hayan sido menospreciados por años. 

El matrimonio Curie
Los rayos X no son el único tipo de radiación que ha cobrado víctimas en la historia de la ciencia. Uno de los casos más emblemáticos y conocidos es el de Marie Curie. En 1896, Henri Becquerel descubrió que el uranio emitía una radiación similar a los rayos X, pero a diferencia de estos, no necesitaban una fuente externa para generarse. Al conocer este descubrimiento, Marie Curie tomó la decisión de estudiar el uranio y este nuevo tipo de emisión. Inició sus estudios en dos tipos de roca que contenían uranio: la pechblenda y la torbernita. Utilizando un instrumento inventado por su marido, Pierre Curie, se dio cuenta que la cantidad de radiación emitida por estos minerales era mayor que la radiación que les correspondía si fueran de uranio puro, por lo que pensó que debían contener algún otro elemento de características similares al uranio. Procesando estas muestras, golpeando y moliendo las rocas, fue que el matrimonio Curie descubrió la existencia del torio, el polonio y aquel responsable de la mayor parte de la emisión, el radio, el cual fue bautizado por Marie Curie dada su alta radioactividad, palabra que también ella acuñó. Durante toda su vida trabajó en el campo de la radioactividad, cuyas consecuencias sobre la salud no eran conocidas en ese tiempo. El gramo de radio que Curie logró aislar, después de procesar toneladas de pechblenda, era manipulado por ella sin ninguna protección. Estuvo expuesta constantemente y por largo tiempo a la radiación ionizante del descubrimiento que la hizo merecedora de dos Premios Nobel y de incontables reconocimientos. Además de esto, durante la I Guerra Mundial, ayudó al ejército francés con equipos radiológicos móviles, por lo que también estuvo expuesta a los dañinos rayos X. En 1934, Marie Curie falleció a causa de una anemia aplásica, enfermedad que afecta la médula ósea y lleva a la producción defectuosa de glóbulos rojos, blancos y plaquetas. 

 En la actualidad, los laboratorios están llenos de elementos que podrían ser dañinos para quienes los manipulan o trabajan cerca de ellos. Son sustancias peligrosas, pero a su vez necesarias para cada investigación. Es por esto que los estudios científicos se realizan bajo protocolos de seguridad, evitando la exposición directa de los investigadores a sustancias peligrosas con las cuales se trabaja a diario y también previniendo la interacción con posibles agentes dañinos. Aún así, existen investigadores que piensan que a veces vale la pena correr un riesgo para probar su hipótesis. Aquí es donde llegamos a la historia de Barry Marshall y Helicobacter pylori.

Durante su internado de medicina en el Hospital Royal Perth en Australia, Barry Marshall conoció en la sección de gastroenterología a Robin Warren. En ese tiempo, Warren le comentó que había observado recurrentemente la presencia de bacterias en las muestras estomacales de sus pacientes con úlcera péptica y gastritis. Luego de investigar, leer y estudiar casos de pacientes, ambos estaban más que seguros que era la bacteria Helicobacter pylori la causante de estos problemas tan comunes. Sin embargo, la comunidad médica y científica rechazaba la idea por considerar imposible la vida de esa bacteria en las condiciones de acidez del estómago, a pesar que ellos no eran el único grupo que encontró la bacteria en los pacientes. En 1984, dado su fracaso al probar la bacteria en modelos animales, pero obteniendo buenos resultados con sus pacientes humanos al tratarlos con antibióticos, Marshall tomó una decisión. Sin autorización del Hospital donde trabajaba y sin decirle una palabra a su esposa, se realizó una endoscopía y luego ingirió un cultivo de Helicobacter pylori, convirtiéndose en su propio experimento. Él jamás esperó enfermarse como lo hizo ni de manera tan rápida. A los tres días ya presentaba náuseas y halitosis y a los cinco días vómitos y mucho malestar. Al octavo día se realizó una nueva endoscopía y una biopsia y ahí estaba: Helicobacter pylori aumentaba prolíficamente en su estómago y le había causado una severa inflamación. A las 2 semanas, Marshall se sometió otra vez a exámenes y comenzó su tratamiento con antibióticos. Poco después, ya estaba curado. El experimentar consigo mismo pasó a ser una anécdota –esta vez con un final feliz– en medio de toda la investigación que realizó en su vida con la bacteria. En el año 2005, recibió junto a Robin Warren el Premio Nobel de Medicina.

Barry Marshall y Robin Warren en el Royal Perth Hospital

La curiosidad es fundamental para realizar ciencia. Observar, preguntarse “por qué” o “qué pasará si...” y meter las manos en la masa. No todos se encuentran con grandes peligros o arriesgan su bienestar para satisfacerla, pero gracias a aquellos que lo hicieron, sabiendo o no los riesgos, es que hoy tenemos el conocimiento que existe y podemos seguir avanzando. 



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