¿Quién no ha
pasado algún susto por curioso? ¿Quién no ha metido los dedos a un enchufe,
puesto una batería en su lengua, apretado un trozo de aluminio con las muelas
(eso sólo funciona cuando tienes de esas feas amalgamas negras), intentado
quemar objetos o desarmado el nuevo juguete electrónico del hogar (¡que
terrible cuando lo armas de nuevo y no funciona!)? Todos hicimos alguna de
estas cosas cuando niños, o no tan niños. Siempre nos ganaba la curiosidad,
aunque nos dijeran que nos haría daño, que era peligroso, o cuando nos
ordenaban que no desarmáramos el caro juguete nuevo (más de una vida corrió
peligro al ser descubiertos).
Esta curiosidad
infantil que lleva a los niños a explorar su entorno puede mantenerse en los
adultos y llevar a descubrimientos que pueden cambiar el mundo, grandes descubrimientos
científicos. Pero al igual que en la niñez, la curiosidad también puede ir
acompañada de peligros, algunas veces conocidos por los investigadores y otras
veces no. En la historia de la ciencia existen casos en los cuales los
científicos no han salido ilesos de sus estudios, ya sea por desconocimiento,
por imprudencia o simplemente por un accidente. A continuación, conoceremos
algunos de ellos.
Carl Wilhelm Scheele |
Carl Wilhelm
Scheele fue un químico alemán-sueco que vivió en el siglo XVIII. A él se le
atribuye el descubrimiento del oxígeno -aunque Joseph Priestley lo publicó
primero-, además de un sinnúmero de otros elementos y compuestos, como el
bario, el manganeso, el molibdeno, el tungsteno, el ácido cítrico, el ácido
láctico, el glicerol y el ácido cianídrico. En sus experimentos, Scheele no se
conformaba con calentar, enfriar o filtrar, sino que olía y probaba todos los
compuestos con los que trabajaba, para poder hacer una descripción completa de
sus características. En ese tiempo, ya se sabía que algunas sustancias eran
nocivas para la salud, o incluso letales. Sin embargo, a Scheele parecía
importarle poco y continuaba con sus indagaciones con escaso o ningún cuidado.
Finalmente, su imprudencia le pasó la cuenta. Se cree que la exposición
constante a metales pesados como el plomo y el mercurio le produjo un
envenenamiento crónico y fue la principal razón que lo llevó a una muerte
joven, a los 43 años de edad.
Pero Scheele no
fue el único. Unos años más tarde, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX,
el químico británico Humphry Davy también pasaba por experiencias similares. Descubridor del sodio, el potasio
y el calcio, dio además su nombre al cloro, previamente descrito, pero no
identificado, por Scheele. Su investigación comenzó con el estudio de los
gases, los cuales solía inhalar sin mayores cuidados. Fue en esa época cuando
Davy, junto a otros científicos, realizaban tertulias en las cuales se reunían
a inhalar óxido nitroso, también conocido como gas de la risa. Esta práctica,
en un comienzo realizada para probar sus efectos sobre la resaca alcohólica,
llevó a Davy a la adicción a este gas. Aún así, los experimentos parecieron dar
resultado, y según consta en las anotaciones de Davy, los dolores de la resaca
se aminoraban con el óxido nitroso. Sin embargo, parece ser que la idea de su
utilización como un anestésico ni siquiera pasó por su mente, ya que fue usado
con este fin por primera vez 15 años después de su muerte. Pero el óxido
nitroso no era nada al lado de otros gases que Davy inhaló. En su laboratorio,
mientras hacía experimentos con óxido nítrico, lo aspiró como era su costumbre.
Gran error. Dentro de su boca el óxido nítrico formó ácido nítrico,
produciéndole un gran daño en las mucosas y mucho dolor, el que tardó horas en
pasar. Pero lejos de escarmentar, Davy continuó con sus experimentos
peligrosos. En un estudio con tricloruro de nitrógeno, sufrió un accidente que
le quitó parte de su vista. Debido a que ya no podía realizar observaciones
como antes, contrató a un ayudante, llamado Michael Faraday.
Davy y Faraday. Camblery (1932) |
Michael Faraday
comenzó como asistente de Davy, realizando principalmente estudios con el
recién descubierto cloro. A pesar de haber recibido poca educación formal,
tardó poco en iniciar sus propios experimentos. Sus aportes a la ciencia fueron
fundamentales, en especial en el campo del electromagnetismo y la
electroquímica. De hecho, muchos conceptos utilizados actualmente, como campo
magnético, inducción electromagnética, diamagnetismo, ánodo, cátodo, ión y
electrodo fueron popularizados por él. Pero tanta fama tiene un precio. En sus
últimos 30 años de vida, Faraday sufrió de problemas de salud que se fueron
incrementando y perjudicando su quehacer diario. Los médicos le diagnosticaron
neurastenia y arteriosclerosis, debido a su fatiga constante, irritabilidad,
dolores de cabeza, vértigo y progresiva pérdida de memoria. Estos síntomas, con
los que Faraday convivió tantos años y que lo deterioraron poco a poco, coinciden
con los síntomas de una intoxicación crónica por mercurio. De esta manera, y al
igual que muchos químicos de su época, es posible que Faraday también haya sido
una víctima de su ciencia.
A fines del
siglo XIX y comienzos del XX, una serie de trabajos realizados en el campo de
la radiación ionizante (emisión de ondas o partículas de alta energía capaces
de ionizar átomos) causó muchas víctimas, tanto investigadores como usuarios de
fuentes de radiación que en aquella época no sabían de sus peligros. En el
momento de su descubrimiento, estos fenómenos causaron gran revuelo debido a
los nuevos campos de la ciencia y la medicina que abrían sus puertas y las
utilidades que ellos tenían. Lamentablemente, sólo el tiempo transcurrido
estudiando y utilizando estos nuevos descubrimientos demostraron que la
radiación no era inocua. En la actualidad, sabemos que la radiación ionizante
genera daño en el ADN, que al no ser reparado eficientemente por la maquinaria
celular, se acumula y extiende.
Clarence Madison Dally, Elizabeth Fleischman Ascheim y Eugene Wilson CaIdwell, mártires de la radiología. |
El matrimonio Curie |
En la
actualidad, los laboratorios están llenos de elementos que podrían ser dañinos
para quienes los manipulan o trabajan cerca de ellos. Son sustancias
peligrosas, pero a su vez necesarias para cada investigación. Es por esto que
los estudios científicos se realizan bajo protocolos de seguridad, evitando la
exposición directa de los investigadores a sustancias peligrosas con las cuales
se trabaja a diario y también previniendo la interacción con posibles agentes
dañinos. Aún así, existen investigadores que piensan que a veces vale la pena
correr un riesgo para probar su hipótesis. Aquí es donde llegamos a la historia
de Barry Marshall y Helicobacter pylori.
Durante su
internado de medicina en el Hospital Royal Perth en Australia, Barry Marshall
conoció en la sección de gastroenterología a Robin Warren. En ese tiempo,
Warren le comentó que había observado recurrentemente la presencia de
bacterias en las muestras estomacales de sus pacientes con úlcera péptica y
gastritis. Luego de investigar, leer y estudiar casos de pacientes, ambos
estaban más que seguros que era la bacteria Helicobacter pylori la
causante de estos problemas tan comunes. Sin embargo, la comunidad médica y
científica rechazaba la idea por considerar imposible la vida de esa bacteria
en las condiciones de acidez del estómago, a pesar que ellos no eran el único
grupo que encontró la bacteria en los pacientes. En 1984, dado su fracaso al
probar la bacteria en modelos animales, pero obteniendo buenos resultados con
sus pacientes humanos al tratarlos con antibióticos, Marshall tomó una
decisión. Sin autorización del Hospital donde trabajaba y sin decirle una
palabra a su esposa, se realizó una endoscopía y luego ingirió un cultivo de Helicobacter
pylori, convirtiéndose en su propio experimento. Él jamás esperó enfermarse
como lo hizo ni de manera tan rápida. A los tres días ya presentaba náuseas y
halitosis y a los cinco días vómitos y mucho malestar. Al octavo día se realizó
una nueva endoscopía y una biopsia y ahí estaba: Helicobacter pylori
aumentaba prolíficamente en su estómago y le había causado una severa
inflamación. A las 2 semanas, Marshall se sometió otra vez a exámenes y comenzó
su tratamiento con antibióticos. Poco después, ya estaba curado. El
experimentar consigo mismo pasó a ser una anécdota –esta vez con un final
feliz– en medio de toda la investigación que realizó en su vida con la
bacteria. En el año 2005, recibió junto a Robin Warren el Premio Nobel de Medicina.
Barry Marshall y Robin Warren en el Royal Perth Hospital |
La curiosidad es
fundamental para realizar ciencia. Observar, preguntarse “por qué” o “qué
pasará si...” y meter las manos en la masa. No todos se encuentran con grandes
peligros o arriesgan su bienestar para satisfacerla, pero gracias a aquellos
que lo hicieron, sabiendo o no los riesgos, es que hoy tenemos el conocimiento
que existe y podemos seguir avanzando.
Javiera Castro Faúndez
Dra(c) en Ciencias Biomédicas
Laboratorio de Sueño y Cronobiología
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