Ahora que leo las maravillosas crónicas astronómicas de Camilo Flammarión (que me hace conocer las lecciones del cielo nocturno), me pregunto ¿por qué esa idea torpe de algunos padres, de apartar de las manos de sus hijos las obras científicas con el pretexto de que cambie su lectura los sentimientos religiosos del corazón? ¿Qué religión más digna que la que tiene el sabio? ¿Qué Dios más inmenso que aquel ante el cual se postra el astrónomo después de haber escudriñado los abismos de la altura?
Yo pondría al alcance de la juventud toda la lectura de esos grandes soles de la ciencia, para que se abismara en el estudio de la naturaleza de cuyo Creador debe formarse una idea. Yo le mostraría el cielo del astrónomo, no el del teólogo. Le daría todos los secretos de esas alturas. Y después que hubiera conocido todas las obras; y después que supiera lo que es la Tierra en el espacio, que formara su religión de lo que le dictara su inteligencia, su razón y su alma
Gabriela Mistral.
Fragmento de Cuaderno de La Serena (1905), Bendita mi lengua sea. Diario íntimo. Edición de Jaime Quezada.
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