“Puedo resistirlo todo en la vida, excepto la tentación”
Oscar Wilde
Tuve un profesor de filosofía de la ciencia, de cuyo nombre no quiero acordarme, que decía que la verdadera ciencia no podía encontrarse en el día a día. Según él, para hallarla había que viajar a mundos lejanos, más allá de las fronteras de la cotidianidad. Desde su visión, ahí vivían las grandes ideas, allí se daba con las preguntas más importantes. El pensamiento científico no estaba a la vuelta de la esquina, había que ir muy lejos para alcanzarlo.
Pues bien, permítanme decirles que mi profesor estaba completamente equivocado. Pues, en mi opinión, la ciencia es una actividad que se nutre de lo cotidiano, que se pudre si no se saca a la calle, si no se pasea por los parques. Para entender sus principios no se necesita abstraerse hasta la onceava dimensión, ni utilizar un lenguaje docto y misterioso.
Más aún, las ideas y preguntas relevantes de la ciencia se encuentran en los lugares comunes, en los más familiares. Hay un sinfín de interrogantes que están ahí afuera esperando. Y les doy mi palabra, solo hace falta observar nuestro alrededor para encontrarlas y maravillarnos con ellas.
Y es aquí donde comienza nuestro ensayo.
Partamos con un pequeño ejercicio mental. Imaginen esos momentos en que tienen hambre. Recuerden alguna instancia en donde hayan sentido ese impulso por devorar todo lo que tienen en frente, donde ni un jabalí envuelto en vaca parece suficiente. Esos momentos en que no se puede pensar en otra cosa, en que pedirían un crédito a La Polar por algo que comer.
No es difícil pensarlo, ¿verdad? De hecho, es probable que en estos momentos ya tengan algún alimento específico en mente, esa comida que representa el paso del hambre a la satisfacción.
Pues bien, ¿qué es lo que comerían? Por mi parte, soy semi-adicto (en recuperación) a la pizza de pepperoni y, cuando rara vez se me pasaban las copas, terminaba matando la resaca con un churrasco de la Fuente Suiza. De hecho, mientras escribía este ensayo, realicé una breve encuesta con los amigos que me rodeaban. Sus respuestas fueron similares: un burger king, papas fritas, chorrillanas y comida china.
¿Alguno ya siente antojos?
Pensándolo bien, para querer comer estas cosas no se necesita tener hambre en lo absoluto. Acabo de escuchar a uno de mis encuestados decir que quiere pizza solo por culpa de mi pregunta y quizás más de alguno de los o las lectoras de este ensayo está buscando el número de “fono grasita ya” mientras lee esto.
Casi podría apostar que entre todos nosotros surge un patrón en común, independiente de su comida a elección. Nadie imagina comer apio durante un bajón. Lo que buscamos es la comida chatarra, esa que está llena de calorías, grasa, carbohidratos y sal.
Sin embargo, esa misma comida chatarra que tanto amamos, que mueve billones de dólares, también provoca grandes costos en salud pública, también es peligrosa. Muy peligrosa.
Para nadie es novedad que la mala alimentación esté asociada a un mayor riesgo de sufrir enfermedades como diabetes, cardiopatías y a una disminución en la esperanza de vida. Cuando decimos comida chatarra, estamos hablando de uno de los mayores asesinos del primer mundo, tanto literal como estéticamente.
Me atrevería a decir que un humilde tubérculo como las papas (fritas) ha matado más gente que la bomba atómica y que tiene más seguidores que Michael Jackson.
Nos enferman, nos engordan y nos cuesta mucho resistirnos a la tentación.
¿Nadie nota la grave falla en el diseño? ¿Por qué diablos preferimos el triple combo agrandado sobre el quesillo, la cerveza frente al agua mineral o los chips de chocolate contra las zanahorias hervidas?
¿Por qué nos gustan tanto las papas fritas?*
Una de las formas de responder esta pregunta es mirando el funcionamiento del cerebro, en particular las redes neuronales que se relacionan con nuestras conductas motivadas.
En nuestro encéfalo, existe una red que se conoce como el sistema de la recompensa o circuito cortico-mesolímbico. Es un sistema altamente conservado dentro de los mamíferos y su nombre se debe a que la activación de esta red promueve conductas asociadas a la supervivencia y la reproducción. Así, durante la búsqueda y consumo de recompensas naturales se ve una mayor actividad de los circuitos cortico-mesolímbicos. Por ejemplo, en conductas como saciar la sed, el hambre o los impulsos sexuales se observa un aumento en la activación de este sistema.
De hecho, las conductas motivadas que no se consideran naturales también tienen un efecto en el sistema de recompensa. Desde el ganar dinero hasta las drogas de abuso se relacionan con la actividad de esta red. Una de las propuestas más aceptadas sobre las adicciones involucra cambios en el funcionamiento del circuito de la recompensa. Cambios que son fundamentales en promover la búsqueda y el consumo de drogas.
Entonces, ¿dónde entra la comida chatarra? ¿qué hacen las papas fritas a nuestro sistema de recompensa?
Como pueden suponer, de los alimentos que afectan en mayor medida este circuito son las grasas, los carbohidratos y, también, la sal.
¿Y qué tienen de sobra las papas fritas? ¡¡Redoble de tambores!!
Grasas.
Carbohidratos.
Y sal.
Esto implica que las comidas chatarras son poderosos estimulantes de este sistema, lo cual (en parte) permite explicar el por qué son motivadores tan fuertes y difíciles de resistir.
Ok. Perfecto. Ahora sabemos que hay redes encefálicas involucradas en promover la búsqueda de recompensas. También sabemos que la comida chatarra afecta significativamente estas redes.
Sin embargo, eso no responde nuestra pregunta inicial. Solo la modifica.
¿Por qué estos alimentos poco saludables activan el sistema de la recompensa?
En este contexto hay que tomar en cuenta los siguientes factores:
En primer lugar, el que los lípidos, los carbohidratos y las sales son biomoléculas fundamentales para la vida y, también, que en la naturaleza son sustancias muy difíciles de conseguir. Estos compuestos eran raros e importantes para la sobrevivencia de nuestros antepasados biológicos, por lo que es sencillo comprender que se convirtieran en poderosos motivadores de nuestra conducta.
A esto debemos sumar el hecho que, en los últimos miles de años (y en particular en el último siglo) nuestra forma de vida ha cambiado radicalmente en comparación a la que existía cuando se originaron las estructuras cerebrales que regulan nuestro comportamiento. En cambio, nuestro sistema nervioso prácticamente no se ha modificado desde que nuestra especie surgió hace cerca de doscientos mil años.
En la actualidad, la grasa, la sal y los azúcares no son escasos. Por el contrario, son extremadamente fáciles de conseguir. Pero nuestro sistema de recompensa no “sabe” esto y nos impulsa a buscarlas con el mismo ímpetu que en el pasado.
Así, la diferencia entre la velocidad de cambio de nuestra evolución biológica y la de nuestros cambios socio-culturales puede considerarse como la gran responsable del “dilema de las papas fritas” y de muchos otros problemas que enfrentamos hoy.
En otras palabras, somos víctimas de nuestro pasado, víctimas de nuestra propia historia evolutiva.
Sergio Vicencio Jiménez
Dr(c) en Ciencias Biomédicas
Universidad de Chile
Comentarios:
* La pregunta original no es mía. La escuche por primera vez del Dr. Fernando Torrealba, quién la utilizaba en sus clases de introducción a neurociencia.
** Esta frase la utilizo solo como recurso literario y no con sentido biológico. Las estructuras biológicas no fueron diseñadas por nadie.
Me gustó el ensayo. Interesante y dinámico. Sigue escribiendo!
ResponderEliminarEstá muy bueno. Entretenido, interesante e informativo. Un 7
ResponderEliminarhermosamente genial!
ResponderEliminare recuerda las clases de un profesor muy genial que tenia en la universidad
weno
ResponderEliminarHola buen ensayo! Lo disfruté, gracias
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