Días atrás, me encontraba en la
U comiendo un almuerzo súper saludable (mentira, era un
churrasco-mayo, envuelto en tocino y grasa de ballena) cuando escuché una
conversación semi-acalorada proveniente de la mesa de al lado. El tema no me
interesaba mucho, pero me fue imposible no prestar atención cuando uno de los
involucrados le dijo al otro: “mira, está científicamente comprobado que...”. Al oír eso, todo mi
sentido del decoro se fue al diablo e inmediatamente fijé toda mi atención en
la discusión. Me quedé mirando la cara del tipo que había escuchado. Era una
mezcla de satisfacción y triunfo, aliñada con una pizca de arrogancia. Su
compañero no le dijo nada de vuelta, solo le respondió con un rostro de
ultratumba y cambió el tema rápidamente.
¿Acaso no les ha
pasado algo parecido? Sospecho que sí. Es molesto, ¿verdad?
De hecho, la frase “está científicamente comprobado...” se suele oír con bastante frecuencia y en situaciones de variada índole. La publicidad es un gran ejemplo. Todos estamos familiarizados con avisos que dicen algo como: “Está cienfícamente comprobado que nuestro nuevo jabón con micropartículas e inteligencia emocional lavará tu ropa y resolverá todos tooooodos tus problemas”. Cada vez que escucho comentarios como estos me da la impresión que existe una idea, una afirmación implícita detrás de ellos. Esta idea es que la función principal de la ciencia es la de demostrar cosas, de afirmar con certeza absoluta.